Es la razón por la que unánimemente ha admirado siempre el hombre la noble estampa del caballo, esbelto y ejemplo natural de la ufana y bella proporcionado de un animal. Estático o en dinámica postura, su contemplación produce complacida admiración, esa vibración, leve “como el peso de paja de un suspiro”, de nuestros sentimientos más hondos y sinceros, fruto de una educación más o menos refinada y tranquila. Dígase otro tanto de la emoción callada y sutil que nos produce la gracia en la composición y armoniosa coloración con que un artista sublima una obra de arte. La estampa de la Sma. Trinidad, de Velázquez, se encuadra en la simplicidad de un triángulo invertido coronado en sus vértices superiores por el Padre y el Hijo coronando a María; que ocupa el vértice inferior, mirando la tierra, intercesora nuestra.La contemplación suave y serena de la naturaleza y su acertada representación artística nos civiliza, porque los nobles sentimientos humanizan a nuestra especie. Es lo más cercano a la educación que imprime en la conducta la íntima vivencia del ideal evangélico. Si el uso equilibrado y original de la palabra engendra belleza, la identificación de la fe con la palabra de Dios puebla de gracia y alada bondad el ámbito más hondo de nuestra interioridad. Y no cabe duda de que la bondad es siempre bella.
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