Son innumerables las veces que insiste en que hay que creer en él a pie juntillas. Y es que Dios entregó su Hijo al mundo para que no perezca nadie que crea en él, le dice a Nicodemo. La fe mueve montañas, declara de hiperbólica manera, porque al fin, la fe en su palabra abre al creyente el portillo de la eternidad. A los apóstoles, informados por los dos discípulos de Emaús en el Cenáculo que han vito vivo a Jesús, les echa en cara su incredulidad. Ya había llamado torpes a esos mismos discípulos por su cortedad en la inteligencia de las Escrituras que hablan de él, en tanto que, a propósito de la increencia de Andrés, llama bienaventurados a quienes creen sin ver. Es lo que le sucede a Juan al llegar al sepulcro vacío: vio y creyó sin más. Y aquí ahora, le confiesa a Felipe-que quiere ver al Padre-, que quien cree en él hará las mismas cosas prodigiosas que él hace.No es cuestión de jugar con la palabra de Dios como quien corretea con un patín o juega a la lotería, poniéndola a prueba. Pongamos a prueba la palabra que le hemos dado nosotros a él de seguirle siempre sin titubear, llenándola de amor y de una fe inconmovible, ¡a toda prueba!
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