sábado, 2 de julio de 2011
Guardaba estas cosas en el corazón
Lo dice san Lucas. María guardaba en el corazón todas esas cosas que le hablaban de Dios y poco a poco le iban permitiendo desentrañar el misterio trascendental de su hijo, que era el misterio del amor de Dios. Debió de serle un aprendizaje apasionante de cuyo adelantamiento hay constancia evangélica por vez primera en el nacimiento de Cristo, y de nuevo se nos hace ver este interés de María por ir progresando en tan alta y bella asignatura, al dar con el hijo mientras alternaba con doctores en el templo, después de tres días de búsqueda angustiosa.
La búsqueda afanosa de Dios cuando se nos queda a trasmano, toda vez que la fe no acaba nunca de decírnoslo acerca de él, es lento itinerario acezante de que nos dejó señera memoria san Agustín , quien, después de ir como a bandazos en su búsqueda, al descubrirlo por fin, lamentaría haberse dado de bruces con él tan tarde.
Dios, a veces, se deja a ver apenas, como en penumbra, borrosamente otras, como tras un cristal esmerilado, y hay quien no lo logra nunca si se le ha rastreado por oscuros caminos divergentes. La receta es ir acopiando pequeños destellos de su luz e ir guardándolos cuidadosamente en el corazón, donde unas chispas iniciales crezcan y progresen hasta iluminarnos suficientemente su inescrutable rostro más o menos esquivo.
Reflexión: El olor del pan
El olor del pan reciente es casi humano. Los antiguos panaderos tenían algo de muñidores y alfareros del pan, como el Dios que nos hizo. En sabroso pan se nos transfigura Cristo en la Cena eucarística que nosotros actualizamos en el altar ¿En qué tahona sagrada se coció alimento tan agraciado? ¿Fueron cuidadosas manos femeninas o de hombre recio las que amasaron la pasta?
El olor del pan no es aromático como la flor ni seductor como el de la manzana ni alimenticio como una paella, pero, de alguna manera, no deja de ser suculento y substancioso.
Frente a mi ventana, en la acera opuesta a la mía, la pala del hornero saca recién horneado el pan, hacia el nacer del día, y su olor casi crujiente y cálido se esparce e inunda el ambiente tentadoramente. En tiempos, el aroma montaraz añadido del romero, cuando la leña calentaba la covachuela del horno, despertaba deliciosamente nuestra sensibilidad. Hoy, un horno es poco menos que una mufla que la electricidad alimenta. Menos mal que la textura dorado del pan no cambia y el olor a pan reciente tampoco. Tal vez, sí su composición con aditivos que no mejoran su calidad. Seguimos añorando el pan de pueblo.
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