martes, 1 de noviembre de 2011
Todos los santos
Ser oficialmente santo es recibir el sello con que Dios hace suyos para siempre a quienes consiguieron convertir su vida en espejo de su Hijo Jesucristo. Han marcado su vida con la fidelidad al evangelio, contra un mundo adverso que rechazaba el nombre de Dios, empeñado en apagar la luz de la verdad, en vez de dejarse iluminar por ella. En la primitiva Iglesia, san Pablo llamaba santos a todo los cristianos de sus comunidades que vivían con empeño la fe de Cristo. A lo largo de la historia de la Iglesia, el apelativo santo ha ido reservándose a sólo aquellos cristianos que han vivido su fe en grado heroico y que nos sirven de estímulo con que aspirar a ser como ellos. La Iglesia entonces los declara santos de modo oficial. Pero está claro que hay muchos santos que, mereciendo igualmente el calificativo de tales, han pasado desapercibidos por la vida. Junto a los que consideramos venerables, o beatos, están los desconocidos, los humildes, aquellos cuyo nombre e incluso su misma calidad de vida ha pasado sin ser notada por los hombres. Todos ellos son igualmente santos a los ojos de Dios. Vamos pisando la misma arena donde fueron probados ellos, y como a ellos, se nos llama a ser luz del mundo, a compartir lo que tenemos, a estar cerca de los sufrimientos de nuestros hermanos, a promover la paz, a ser misericordiosos, a ser puros de corazón, a tener sed de la bondad de Dios, sed de Dios, porque ese es el camino bienaventurado que conduce hasta Él. En la medida que bordemos nuestra vida con esos hilos de sensibilidad evangélica, nos reserva Dios un lugar junto al rescoldo con que enciende el amor en los corazones de los que él hace suyos.
Reflexión: La abolición de la música como castigo del hombre
Ezequiel profetiza sobre el castigo que Dios inferirá a la ciudad de Tiro, allanándola inclemente entre el la polvareda y el fragor de los ejércitos invasores. Y al imaginar el profeta el resultado final del castigo, le niega, como en un último eslabón de ruinas, el disfrute de la música y su acompañamiento instrumental. Es el colmo del silencio más desolador sobre el polvo amargo de la derrota. El empuje cruel de las armas sume en cenizas la fortaleza y esplendor de la ciudad. La soledad más absoluta se cierne sobre el exterminio. Y el silencio es el epitafio de tan ruinosa desolación. La cítara, signo de la eminente belleza artística del canto, emerge rota de entre los escombros de la antigua opulencia. Es el brazo inmisericorde de Dios pisoteando como en lagar las heces del pecado.
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