En ausencia de Jesús, los discípulos intentan en vano sanar a un enfermo y unos escribas discuten agriamente con ellos.
¿De qué discuten? Los escribas ven con malos ojos las curaciones prodigiosas de Jesús, cuánto más que lo pretendan también sus discípulos. Cabe conjeturar que les reprochan como sacrílega pretensión la pretensión de realizar milagros. Jesús añadiría luego otro reproche, el de no confiar de lleno en la gracia divina por falta de fe. E incomodado, cura al enfermo sin más. Él no encarna la fe en la palabra; es la palabra prodigiosa en que hay que creer.
¿Qué piensan ahora los escribas? Callan. Simplemente callan. También callan los discípulos de Jesús, que acaban de asumir una lección práctica de la eficacia de una fe firme, como debe ser recio el corazón del apóstol, como la debe ser el arraigo del amor de Dios donde la fe, como en un divino brasero, caldea el espíritu.
No lo olvidarán ya nunca; por eso, la noticia de este episodio singular, transmitido en origen por ellos, ha llegado tan limpio hasta nosotros.
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