Jesús, a lo largo de su evangelio, acumula toda una serie de amargos contratiempos. Hay momentos en que le duele la distraída ingenuidad de sus mismos discípulos. Les enseña con cuidada atención, en privado, lo que sus oyentes, faltos de “oídos” para entender y de “ojos” para descubrir la riqueza de su enseñanza, quedan como vacíos de Dios.. Y no logra de ellos el aprecio de tan exclusivo aprendizaje. Es como si asistieran con desgana a la mesa deleitosa de tan gustosa predilección. No obrarían así desafortunados profetas. De modo que, desconcertados, se preguntan en voz baja qué ha querido decir Jesús al nombrarles no sé qué clase de levadura.
A Jesús le duele la superficialidad, pero le sangra ver cómo la dejadez desvirtúa la obra que trata de edificar sobre la arenisca de sus propios discípulos, él que ha dejado dicho que edificando sobre arena, no hay modo conseguir la necesaria solidez, y que los embates de las contrariedades lo arrasan todo.
Jesús es manso de corazón. ¡Menos mal!
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