Hay dos estampas paralelas y en cierta manera coincidentes en las vidas de san Francisco de Asís y san Antonio de Padua. San Francisco, en un momento de exaltado amor de Dios, a solas con él en el bosque, al ver que su presencia convoca a toda suerte de pajarillos y que se acercan confiados a él, procede a avisarles de la obligación que tienen de alabar a su Creador con la gracia alada de sus ensortijados trinos.
La situación, al borde del mar, de san Antonio es muy otra. Se siente dolido por la dejación de los hombres que olvidan alabar agradecidos a Dios, de quien todos dependemos, y predica a los peces, que para su asombro, emergen uno a uno sacando y sacudiendo la plateada cabeza fuera del agua, como quien presta atención a lo que dice.
Francisco llamaba hermanas a las criaturas de Dios, hechura alfarera todos de unas mismas manos; Antonio procedía de semejante modo, movido por parecidos sentimientos. Les inspiraba el amor. Amar a Dios comporta amar todo lo que él hizo. No admite salvedades amar de tal manera, de modo que quien, enamorado, cree en él con piadosa convicción y admira su obra, sabe que, hermanado con la naturaleza, es de bien nacidos besar la mano que lo hizo todo.
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