Dios hizo elegantemente su obra creadora, privilegiando al hombre. Le dota de inteligencia para que pueda optar responsablemente entre objetivos diversos, y le deja hacer, pero nadie puede devanar indefinidamente el tiempo que se nos da en cupos. Hay un transcurso de imprevisible duración siempre medida. Y agotado ese haz de posibilidades, porque un día el camino toca a su fin, Dios, otra vez, que está siempre como si no estuviera, nos sale de pronto al encuentro. A unos, pasmados, les sorprenderá, a otros no.
La paciencia tiene un eficaz acicate que justifica esa pausa de brazos cruzados en que ella consiste, y que es como el respaldo de una silla incómoda donde se remueve inquieta: la esperanza de algo que merece la pena. Se es paciente cuando hay un motivo proporcionado que incita a esperar. Y sucede que nuestro tiempo corre parejo con la infinita paciencia de Dios. También Dios espera de nosotros algo para él importante: que tarde o temprano volvamos a él. Es el amor al hombre lo que le incita a esperar y a alargarnos, tal vez, sin nosotros saberlo, el espacio de tiempo que se nos da gratuitamente. Y nunca es correcto hacer esperar a nadie. Menos a Dios. Démonos prisa.
No hay comentarios:
Publicar un comentario