Cuando las cosas caen en desuso, las palabra con que designábamos a esas cosas desaparecen también como por ensalmo. Hay un lento, pero incesante relevo de palabras que se suceden las unas a las otras en el empleo que hacemos de ella. Antes, todos llamábamos freno a esa pieza metálica que se insertaba en la boca de las caballerías para sujetar su brío, a sabor de la voluntad del dueño. No sólo eso; quien todavía hoy , por eso mismo, advierte cómo, en un contexto moralizador, freno viene a significar también contención, sujeción a la norma con que moderamos el comportamiento, entiende por qué el vocablo desenfreno es término con que el buen juicio designa la falta de contención y mesura en las pasiones que zarandean la voluntad del hombre. Todo apasionamiento incide en los movimientos desenfrenados de la conducta.
El término gustará o no, porque una mala comprensión de la corrección y la rectitud tiende a desterrar del lenguaje y de la vida todo intento disciplinado de mantener el buen orden, entendido como afán severo y trasnochado de reprimir la libertad con límites y cortapisas mojigatas.
No hay que ser un moralista para tachar de desenfreno los modos extremos con que expresan su displicencia desdeñosa grupos barriobajeros de personas, donde desdibujan su personalidad como azucarillo en vaso de agua, desvanecido así todo sentimiento de responsabilidad en el charco confuso y pendenciero de unos amigos.
A menudo, el desenfreno, teñido de evasión y desahogo placentero, acaba como aliado de la delincuencia. El desenfreno tiene el color amarillo, como la hiel, las manos crispadas y los ojos desencajados, como el odio. ¿Por qué no caerá en desuso el desenfreno, un día?
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