Disponemos de cúmulo de nombres propios con que nos distinguimos los unos de los otros, que no es otra su función, ya que el nombre propio no es gramaticalmente significativo. Muchos de ellos, por su frecuencia, son nombres incluso domésticos, ya que comprenden a familiares y amigos. Así ha sido siempre, hasta que el hombre moderno ha dado , desde no hace tanto tiempo, en importar nombres ajenos a nuestro uso habitual que todavía reputamos extraños a nuestra habla.
Nombres infrecuentes que no nos resultan familiares los juzgamos como extranjeros, y los hay que, por excesivamente raros, nos llaman la atención y al oírlos reaccionamos con un mohín de extrañeza.
Hoy he leído un texto antiguo de un tal Asterio de Amasea y he tratado al punto de imaginar qué extraño delito cometería el tal Asaterio para que sancionasen de por vida tatuándole el alma con tal nombre, dicterio, invectiva o lo que sea.
Pues bien, he consultado el Diccionario Espasa, pero allí no saben nada de él. Vuelvo al texto y de él deduzco que Asterio fue un santo obispo. Tal vez sea eso todo lo que importa saber: fue una buena persona, fue escritor cuya obra perdura y ejerció de pastor diocesano en un tiempo, si no me equivoco, en que eran los fieles los que elegían a su guía espiritual, generalmente con muy buen criterio. Y si pastor, ¿de dónde? De Amasea. ¿Y dónde queda eso de Amasea? ¡Vete tú a saber! Mucho se me da que algo tiene que ver con Amasia, ciudad turca.
La vida está llena de incógnitas, las más de ellas nada inquietantes. En realidad, es mucho más lo que ignoramos que lo que creemos saber. Al fin, por definición, el hombre es un ser precario. Aceptemos humildemente nuestra condición deficitaria, que en definitiva es lo que nos impulsa a saber, a indagar, a progresar, en una palabra.
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