La Iglesia del Real Convento de Zaragoza
Cometidos imperiosos obligan a veces a acometer hazañas memorables. Es lo que le ocurre a fray Juan de Tauste, superior del Real Convento, en Zaragoza, el año 1399, confesor que fue del rey D. Martín, arzobispo de Monreal, en Sicilia, y obispo de Huesca, año 1403, y de Albarracín-Segorbe, 1410.
El inquieto franciscano que fue fray Juan de Tauste, apenas nombrarle superior del Real Convento de Zaragoza, se entrega animoso a la reconstrucción del convento y dar fin a la obra inconclusa de la iglesia, abandonados durante los once años en que había azotado la peste la ciudad y asolara el país. El convento había permanecido desierto durante todo ese tiempo. Al regreso de los religiosos, será fray Juan quien opte por reparar el cenobio y dar remate a la iglesia, cuyas paredes no superaban el cordón o cornisa. Apuntala el conjunto con las correspondientes columnas y arcos, para rematar la obra con las bóvedas y techumbre protectora, a cuyo objeto ha de resolver dificultades aparentemente insalvables, como era labrar jácenas de gran envergadura para la techumbre, cuya amplitud era tal, que no hubo manera de dar con vigas de tales dimensiones. Fray Juan, lejos de amilanarse, se deja aconsejar por “hombres prácticos e inteligentes”, y se traslada con ellos a los pinares de Jaca, donde elegir y talar árboles que satisfagan los insólitos requisitos de empresa tan ambiciosa, sólo que una vez desmontados, surge un obtáculo no menos dificultoso, como era dar con el modo de trasladar los troncos resultantes hasta la ciudad, dados los imitados medios de que se disponía en aquella época. La solución fue remolcarlos, aguas abajo, por los ríos Alagón y Ebro, hábil recurso que facilitó dar feliz remate a tan arriesgado y desmesurado proyecto, que concluyó con el asombro y alborozado espectáculo de los zaragozanos, agolpados a su llegada en las riberas del río para presenciar el acontecimiento.
A fray Juan de Tauste se le tuvo casi como fundador del Real Convento por la magnitud de la obra que llevó a cabo, tanto durante su guardianato, como con el tiempo, a su regreso de Silicia en compañía del rey D. Martín, donde ejerció como arzobispo de Monreal. Entre otros cometidos, esa él a quien se le encomienda el espinoso asunto de reducir a Benedicto XIII a la obediencia de Roma, lo que prueba la confianza que Martín “el Humano” tenía puesta en su confesor
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