Hoy ha pasado, aguas arriba, sobre la línea directriz del río, remontándolo con pausado vuelo, un grupo de grullas, quiero suponer que hacia las lagunas de Gallocanta. Vienen de lejos y han recorrido centenares de kilómetros hasta este lugar reconfortante. Obedecen a un inmutable ciclo anual. De pronto he descubierto su curso silencioso y he seguido curioso, con la mirada, su vuelo, mientras batían sus amplias alas, imperturbable la postura del rectilíneo y alargado cuerpo, como en enhebradas por una espada.
Es prodigioso el sentido de orientación de estas aves, que vienen por ignotos caminos de certeza desde tierras africanas, para hacer posada incidental en las lagunas, y llegado el tiempo, recalar finalmente en las altas latitudes centroeuropeas.
¿Qué extraña lección de geografía es ésta? No son de aquí ni de allí ni de ningún sitio en concreto. Sencillamente están. No se preocupan por marcar el territorio, porque su territorio es cambiante, condicionadas por el clima que mejor conviene en cada momento a su naturaleza, que las convierte en emigrantes a perpetuidad.
Ahora están aquí y con su presencia, el paisaje de las lagunas se llena de vuelos blancos y cobra su verdadera y auténtica singularidad vital.
Bienvenida a las llanuras turolenses la presencia tan esbeltas aves, bien que, por la razón que fuere, lleguen dispersas y no alcancen a componer, en vuelo, como cuando emigran en grandes formaciones, la clásica uve jerárquica que las particulariza.
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