domingo, 21 de febrero de 2010

Fiestas medievales

Teruel sigue siendo una pequeña ciudad tan recogida, que aprieta sus calles hasta la estrechez. Todavía muestra, alzada sobre el río Guadalaviar, lienzos de su antigua muralla defensiva.
La antigua villa ha cruzado sin prisas por la historia, cuidadosa de no perder su condición mudéjar, que en buena parte le da sentido. Mudéjares son sus altas, casi altivas torres, de ladrillo rojo y cerámicos destellos verdes a la luz del sol, enjoyados los sucesivos niveles de su estatura con esmerados arabescos rectilíneos. Mudéjar es el artesonado único de la catedral, prieto el colorido de sus minuciosas pinturas, y la catedral misma. La contienda civil, además de ensangrentar su nombre, arrasó algún que otro ejemplar, al tiempo que allanaba palacios y antiguas casonas, enterrando labrados artesonados domésticos que se llevó para sí la historia, dejándonos apenas su memoria y la añoranza.
Resonancias de aquellos días de aliento medieval son la aparente vivencia de un estilo de vida irrecuperable, que se trata al menos de rescatar en el uso de presuntos trajes de época con que se viste la ciudad estos días de celebración, al modo mudéjar, dando rienda suelta a la imaginación, desde la informalidad. Es como un intento de desempolvar y volver a vivir la historia, rebosante de exótico colorismo y contagiosa alegría, revolviendo una vez más el rescoldo escenificado del recuerdo.
Todo gira en torno a un legendario beso interminable, inscrito en el escenario de una locura de amor, cuyas cenizas no mueren nunca.
Teruel es hoy una versión espectacular y abigarrada de lo que fue realmente un día lejano aquella villa prieta y caballeresca, antes de que la espada irreductible de la autoridad arrinconara en las arenas del destierro a los laboriosos adoradores de Corán.

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