Si bien se mira, un virus es muy poca cosa. No se ve, es impalpable, nada hace sospechar su presencia, pero en su origen la palabreja significó ponzoña, lo que ya da una pista para comprender sus efectos perniciosos. Y eso es lo alarmante: no se ve, es como un sutil puñal invisible que te puede matar.
La ciencia médica, conocedora de sus estragos, viene desarrollando contra medidas que neutralicen su toxicidad asesina, y con todo, el virus, avisado y artero, desarrolla procesos de adaptación a los antídotos que inventa el hombre, y rescatada su virulencia, prosigue con su empresa mortífera con furtiva y subrepticia villanía.
El virus, por su malévola manera de inocular su oscuro veneno en las entrañas del hombre, bien merece el dicterio de doctor en perversidad, que es el nobel de la malicia.
Hay otros virus cuya existencia y finalidad no tienen racional explicación. Son los virus informáticos, esos programillas ocultos urdidos por personas sin conciencia para instalarse en los instrumentos de trabajos del hombre, inutilizándolos, al tiempo que destruyen el valiosos material e insustituible trabajo desarrollado con ellos.
Aquí la perversidad hay que trasladarla a la mano aleve que calculó tanto daño, y esto es lo grave, porque no se entiende bien qué extraño beneficio puede redundarle a cambio al agresor. Es el colmo del disparate. El disfrute del mal por sí mismo. El orgullo estúpido de saber que su malicia es poderosa. No está lejos del pirómano, del lunático y del terrorista.
Lamento que los esfuerzos por descubrirlos y enjuiciarlos resulte tan poco efectivo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario