Si tuviéramos que poner precio a nuestros sentidos, los ojos obtendrían la máxima valoración.
Vivimos asomados a nuestros ojos. Son el balcón abierto de par en par de nuestra vida, de modo que el horizonte del mundo es como nosotros lo vemos. Tal vez, en la realidad, no sea así, tal como lo vemos nosotros, porque las apariencias engañan, pero es así para nosotros.
Hay variadas maneras de ver. Para D. Quijote las cosas eran como a él le parecían; para Sancho, tal como eran en realidad.
Gracias a esta prodigiosa facultad nuestra de poder hojearlo todo como en un libro infinito, mirada a mirada, sabemos de las personas y las podemos catalogar, identificamos la ciudad donde vivimos, gustamos de la espléndida belleza de la misma luz que nos lo ilumina y moldea todo, y admiramos, pasmados a veces, la belleza sorprendida en tantos y tantos paisajes que se suceden en nuestro camino -la vida es un viaje- como tarjetas vivas con que los días decoran su calendario. La visión de las cosas recrea en la retina de nuestro embeleso la ubérrima paleta de todos los colores, desde el ocre del trigal a la llama entusiasta de la amapola, desde el verde reciente de unos álamos primerizos al verde blando y oscuro del musgo o la áspera palidez del liquen.
El disfrute de la hermosura se enriquece como quien suma las facetas de un diamante. Está la belleza de que goza el oído: el misterio abstracto de la música, una palabras placenteras o una confidencia amorosa que hace repicar el corazón. Está la caricia, esa leve brisa que pronuncia el beso. Está la rosa que inunda la estancia ajardinada donde dormita el olfato. No hay que borrar nada de cuanto Dios nos hizo y dijo que era bueno. Pero los ojos... Los mismos ojos se dejan admirar por la mirilla seductora de otros ojos igualmente bellos y extáticos con los que nos confrontamos. Es el diálogo callado de la mutua mirada gozosa que el amor enciende. Ojos angelicalmente azules, verdes, negros, ocres; tiernos, amables, mimosos, enojados, llorosos; los mismos ojos que un Dios enamorado vio brillar en las joyas de sus dedos y que arrancó para engastarlos en el lugar donde ahora están, anonadado y complacido, porque Dios lo hace todo bien.
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