viernes, 26 de marzo de 2010

Semana Santa

La Semana Santa lo es doblemente, de singularísima manera: por sí misma y en la medida que sepamos santificarla con correcta piedad y dolorido silencio nosotros.

La Semana Santa lo es, ante todo, por sí misma, protagonizada por los episodios angustiosos con que Jesús nos devuelve, salvándonos, a primigenia armonía que rompió la torpeza del hombre. Las procesiones escenifican dramáticamente, por eso, el suplicio que lo mató, con espléndidos pasos de gran plasticidad que intentan reproducir el tránsito interminable de Jesús por estancias y callejas que, en su día, colmaron de odio e injusta reprobación aquel acontecimiento salvador del hombre.
Dice gente experta que el castigo letal de los azotes, por su bastarda y extrema crueldad de aquellos esbirros, bastaba para agotar la vida del hombre más robusto. Jesús no carga, entonces, con la cruz, sino con el madero transversal, y como todavía así es incapaz, exhausto, de soportar su peso, han de buscarle quien le preste ayuda.
Siete días. Porque siete fueron los de la semana creadora, y la obra de Cristo es una nueva creación de la armonía original, que le devuelva al hombre la aceptación amistosa de Dios. Siete días santos, pero volviendo al estribillo inicial, santos en la medida que, identificados con el amor entregado de Cristo, acertemos a dar con ese itinerario herido que conduce al Calvario, como si fuésemos nosotros quienes arrastraran el deprimente madero por las estrechas callejas que abrumaron a Cristo, rojas de sangre las vestiduras como el ara del Templo, y roto el semblante por la perversa actitud de quienes le fueron matando con extrema frialdad, golpe a golpe y pasa a paso.
Teruel se cubre el rostro con el compungido capirote, negro o morado, de la penitencia y reza a golpes de lacerado dolor, al ritmo herido y terco de los tambores, que son como el grito airado con que se desahoga el corazón piadoso.

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