Miguel Delibes lastimosamente nos ha dejado, como era presumible, dada ya la agudeza de sus achaques. Llevaba un rejón de muerte clavado en el corazón enclenque de su añosa debilidad. Queda su nombre y su grata memoria. Su nombre, por cierto, entronca con tocayos insignes suyos como Cervantes o Mihura, escritores eximios como él, porque de novelista entreverado de dramaturgo tenía mucho su obra narrativa. El camino, Las ratas, Los santos inocentes, Cinco horas con Mario, le sobrevivirán.
Pienso por analogía en Teresa de Jesús, que nos ha dejado sublimado en sus obras el habla corriente de su tiempo con que educaba a sus monjas, ajena a los melindres del lenguaje. Miguel Delibes deja el de sus pueblos castellanos, que igualmente ya nadie habla. Son memoria viva de nuestra lengua, que siempre podremos paladear en la mesa de su bien decir, exacto, preciso, sencillo y austero, como su tierra.
Dijo no hace tanto que no temía a la muerte, toda vez que la consideraba un accidente de la vida. Comprensible gesto de serenidad en la hoja de ruta de un hombre creyente como él. Sabía que más allá de sus libros, la mano de Dios bendecía su boonomía y le tenía abierta la puerta hacia la luz que no acaba.
Quienes le trataron dicen de él que era un hombre bueno. Que Dios le tenga ahora, junto al brasero eterno de su bondad, tan cerca, como sus lectores lo están de él.
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