La alegría tiene la cara limpia y los ojos llenos de Dios. Donde no hay alegría, Dios está ausente. Donde n o hay alegría, no hay vitalidad. La alegría es el medidor que señala la altura del caudal de nuestras vidas. Nuestras vidas son los ríos, que decía el poeta. La misma salud tiñe el semblante de risueño aspecto. No por otra razón es jovial la juventud. Heridle al hombre robusto con una dolencia dañina y persistente, y su aspecto cambiará con los primeros síntomas del desánimo.
Hay por eso una alegría sana, que se identifica en lo hondo con la manera habitual de ser, y otra bullanguera, superficial y ruidosa que no pasa de ser un pasajero estado de ánimo. Aquella otra es más consistente, más identificativa del talante de la persona. Esta otra es un relámpago intenso, pero fugaz.
Cultivemos nuestro ánimo cuidando nuestra salud, en su doble vertiente, la que da robustez al cuerpo y la que ciñe con su entereza al alma. La satisfacción de vivir bien consigo mismo, florecerá en rojo las amapolas que pueblan nuestra alegría.
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