Los caminos que siguen las nubes, nadie lo sabe, y las ensortijadas sendas por donde juguetean los vientos, no hay modo de enderezarlas a gusto nuestro. El tiempo tiene mucho de niño travieso y, a menudo, maleducado, culpable de catastróficas avenidas, del resbalón y el barro.
Todos celebran que haya adivinos del tiempo que hará mañana. Siempre los hubo, más estimativos que certeros, gracias a la credulidad de gente. Es cierto que nuevas técnicas y sofisticados artificios que nos dibujan como desde los ojos de un ángel la tierra y la evolución de los curvos frentes de frío o calor, azules o rojos, se acercan cada día más a lo que quiere ser una ciencia meteorológica de predicción segura, pero no deja de ser una ciencia inexacta que destina distraídamente lluvia donde luego no llega y abre ventanas de espléndido sol, que ni llegan a entreabrirse después. Por alguna razón, tal vez estética, suelen ser voces femeninas las que nos pronostican que no siempre ocurrirá mañana Y es que estamos hablando del futuro, y el futuro no es tan previsible siempre como pretende el hombre/a. El futuro está ahí, al alcance de la mano, pero fuera siempre de nuestro alcance. Al fin y al cabo, hoy por hoy, el futuro no existe. Lo imaginamos sólo y con frecuencia no acertamos.
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