Una cosa tengo clara: Se es cada vez menos en la medida en que se empeña uno en ser cada vez más. Así de lapidario me siento yo. Hay quienes después de intentarlo todo, apenas si han conseguido ser más o menos. Y esto es peor, porque no han rebasado ni siquiera la penumbra de la mediocridad.
La ambición por ser más, por descollar sobre los demás, es una constante en la historia de las apetencias del hombre. Quiere sobresalir y sobrepujar a todos, quien no está contento consigo mismo. El ambicioso es un infeliz, un desdichado con los pies de plomo que lucha denodadamente dentro de sí mismo, como quien nada desaforadamente en una piscina de denso y pegajoso barro.
Nadie le ha dicho: -Sé tú. Sé tú mismo. Y si aún no lo eres, afánate por llegar a ser, y descansa, tío-.
El mejor antídoto para ser, es considerar a los demás, aprender la norma básica de cortesía de respetar al otro, porque querer ser más es una arrogante manera de ser para sí con egoísta exclusividad. Lo que hace de Jesús ser quien es, receta con que nos medica a todos, es ser humildemente para los demás, y por eso, al cristiano le identifica su servicialidad. En vez de ser uno solo, ser uno con los otros. Le llaman solidaridad a esta delicada hechura. Y buena falta nos hace
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