No seré yo quien me oponga a dejarme contagiar por el santo optimismo de Isaías, que predice una edad dorada cuando dice que de las espadas se forjarán arados; de las lanzas, podaderas, una bella frase que bendice en todo tiempo a los artífices de la paz. Al profeta, ese día, le debieron de brillar los ojos, humedecidos por el entusiasmo.
Se trata de la paz mesiánica de Dios, un don divino que sólo el corazón conoce. Lo demás son oriflamas y banderolas.
La paz es el beneficio de poner el amor a todo por encima de intereses egoístas, siempre sombríos. No hay otro bálsamo que lenifique con más efectividad las ácidas ampollas de la exasperación y la rabia. Pero siempre hay una orilla opuesta en el río, donde los resecos cardos de la agresividad picotean la sangre chata de los rencorosos.
Letal ponzoña ésta del rencor. Acabo de leer en algún sitio algo así como que alimentar y vivir del rencor, es como beberse acaloradamente una pócima, para que se muera de una vez por todas el enemigo.
Es el alacrán que se inyecta a sí mismo el veneno de su aguijón.
La paz es más humana. La paz es amable. La paz es tranquila. Como el arado y la
podadera. Como la vida del campo a cielo y corazón abiertos.
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