Cada comunidad española tiene sus peculiaridades, que singularizan y enriquecen el acervo cultural de nuestro pueblo, y precisamente en Semana Santa, son las procesiones las que se invisten de la expresividad propia de la piedad popular que se vive en cada rincón de España.
Sobrecoge el esplendor solemne, altamente ritualizado, de los pasos andaluces, donde la dolorida saeta sale al encuentro de la ensangrentada angustia de Jesús; se mantiene viva la seriedad silenciosa de las procesiones castellanas, a la luz temblorosa de los velones nocturnos, negras las capas de los cofrades; llena de luz las calles el colorido y brillantez con que los valencianos abren el recorrido piadoso que siguen sus imágenes lustrosas; destaca la delicada expresividad que da Salcillo a las sagradas imágenes veneradas por los murcianos; y no menos caracterizador es el ritmo acompasado y rotundo de los tambores que marcan, en Aragón, la recogida marcha de los cofrades, en pos de sus pasos más escogidos.
El fragor de los tambores hace vibrar con rítmica conmoción la estrechez de las calles turolenses, como en un clamor y dolorido lamento por la soledad de María y el crimen inminente que planea sobre Jesús. Es un alboroto popular que trata de acallar a la chusma vocinglera que exige la crucifixión del Hijo de Dios, ante la cínica inanidad de Pilatos.
Ruja con ahínco el griterío de esos tambores, heridos con tan enérgica determinación: su estruendo interpreta a rabiar nuestra rebeldía contra la parcialidad, la falsedad y la injusticia de los hombres. (A escondidas, algún ángel está aplaudiendo nuestro encolerizado propósito).
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