Me gusta el orden. Los que frisamos en los años que yo cuento, fuimos educados en el rigor y la disciplina. Respirábamos todavía aires de guerra y marcialidad. La misma vida era difícil y de algún modo nos curtió. Aun así, no hay razón suficiente para abominar de todo ello, por más que las comodidades que nos fue deparando, poco a poco, un nivel de vida más llevadero, paliaron un tanto la aspereza que modeló nuestro carácter y la educación recibida.
No añoro un pasado que no ha de volver ni me fascina en absoluto. Cada tiempo, como los medicamentos, tiene sus contraindicaciones y su malicia. Echo de menos en el nuestro la falta de una educación más esmerada y respetuosa, y me desagrada el desgarro, el descuido y la despreocupación con que se tiende hoy a vivir la vida, un poco a la buena de Dios, en algunos sectores de la sociedad al menos.
Prefiero la armonía y la bondad del orden. El orden equilibra las cosas y la vida misma. El orden se opone al desconcierto, al descuido y al exceso, por más que los excesos, a la larga, tienen coste muy subido y oneroso gravamen que sancionan su desproporción.
Quien tiene ordenados los papeles de su mesa y los libros de su la estanterías, es porque tiene ordenada la vida y el ámbito de su propia espiritualidad.
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