La tierra se resquebraja y se desmorona bajo nuestros pies ahíta de podredumbre y contaminación.
Para los habitantes hebreos de la tierra prometida, el sentido del mundo apelaba a un Dios bondadoso que bendecía con su presencia esa tierra bendita que pisaban. Habitarla era tanto como contraer un compromiso con él, de modo que ofenderle, comportaba no sólo contaminar el templo donde mantenía viva su presencia y se hacía sentir, sino también la tierra que habitaban como impagable regalo suyo, hasta el punto de que, airado, hasta podía castigarles con la pérdida de la tierra y la amarga lejanía del exilio.
El hombre de hoy no sólo se aparta de Dios, sino que conculca de displicente y temeraria manera las leyes naturales que preservan la tierra de su extinción. Se diría que es el hombre mismo quien se hace justicia inclemente y se castiga insensato a sí mismo con justificado rigor. En este sentido, no es de extrañar que prescinda de Dios. Empecatado, hace sus veces de torpe y fatal manera. Hasta que despierte asombrado un día y descubra lo que sus ojos ciegos no acaban de ver lo que la fe se sabe de memoria. Dios quiera que no sea tarde.
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