Frente a la casa en que resido eventualmente durante mis vacaciones, se abre a la luz del día el patio de un colegio infantil. Son los primeros días del comienzo de curso y los niños se pasan más tiempo en el patio que en el aula y el griterío es inconmensurable. Son niños de muy corta edad. Y no es que y griten por gritar; es que se dan por entero a sus juegos, y como en los gritos de unos quedan como solapados y aguatados los de los otros, el nivel de la algarabía acrece para hacerse oír y aumenta hasta la locura y el desafuero.
No hay más antídoto para apagar tanto ardor que cerrar la ventana a cal y canto.
Son niños y están en su ambiente. El grito es el lenguaje instintivo del niño. Gritan pr todo y para todo. Si lloran, si exigen, si se caen, si se levantan, si se niegan a algo, si juegan, en fin, el grito cubre todo el cupo de su diccionario. Que un niño grite es lo más natural del mundo; que lo haga un hombre, una impertinencia. Es comprensible que un pintor llegue a acreditarse un día reproduciendo la imagen
desorbitada de un hombre gritando descoyuntado en el colmo del desafuero.
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