Eso es lo que parece. Estamos asistiendo al prefacio de un siglo cuyos primeros y temblorosas escalones no auguran nada bueno, ya que su horizonte inmediato parece que se anuncia desastroso. De acuerdo en que atravesamos una de esas extrañas situaciones periódicas de alteración del medio y que la capa de ozono se nos desgasta y ya no nos protege como solía. Es evidente que sus secuelas están ahí y se hacen notar de muy sensible manera.
Pero no sólo es eso, no sólo es ese azote el que nos acosa con ciega fatalidad. Catástrofes en las que no cuentan los fenómenos climáticos, se unen como una aguda correa más al látigo que nos fustiga con feroz ahínco y la tierra se estremece de volcán en volcán y de terremoto en terremoto, aquí y allá, al azar, y nadie sabe por qué. Los ríos se desbordan y arrollan todo lo que hallan a su paso; la tierra se rompe y abre a pedazos, sacudida por roncos quejidos estrepitosos, y esas convulsiones asolan ciudades donde la clemencia está de vacaciones; la economía, ese otro movimiento sísmico, se hunde sin remedio y nadie sabe qué botón pulsar para que la pesada máquina mueva sus chirriantes engranajes y se ponga al fin en marcha.
Un milenarista, tan desacreditados ya, por fortuna, se adelantaría crispado como un profeta a hablarnos del fin de todas cosas, y acaso una multitud de gente crédula se postraría acongojada a sus pies, pero ni eso. Nadie escucha, atónita la gente por tanta contrariedad.
Con todo, no seré yo quien repita aquello de cualquier tiempo fue mejor. Dios nos ha puesto aquí y ahora. Las cosas son como son y siempre hay una puerta donde la esperanza aguarda nuestra llegada tranquila. Muchos, por costumbre, miramos hacia arriba confiados, en paz con Dios, con tranquila expectación. Y esperamos el eterno milagro del pan de cada día y coraje para vivir, mucho coraje. Dios dirá.
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