Juegan a no sé qué los niños pequeños en el patio de un colegio adjunto. Juegan y gritan, sobre todo gritan como si les persiguieran todos los diablos en llamas del mundo con sus rojos tridentes de fuego, gritan como condenados, como asustados polluelos de corral a quienes el gavilán ataca impunemente. Y el griterío crece por momentos y se vuelve algarada y la algarabía llega a ser fragorosa, como quienes sostienen arriscada batalla en cerco sin salida.
El grito con el llanto son el lenguaje natural y originario del niño desde la cuna. El grito es la enseña más ostensible de su vitalidad. Niño que no grita está muerto o ha dejado de ser niño. Sólo el sueño apaga incidentalmente la inquietud de esa llama viva. La edad le asesina el grito. Y entonces suceden los primeros ensayos de seriedad y largos silencios con uno mismo, al borde de la dudosa adolescencia.
Gritad, gritad, niños, que el tiempo es un bien valioso y escaso, y corre cuesta abajo como liebre a quien acosan babosas fauces de galgo.
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