Jesús evalúa el grado de conocimiento que han alcanzado sus discípulos sobre su identidad, mientras van de camino hacia Cesarea de Filipo, lugar donde brota a borbollones el río Banias, cabecera del Jordán. Un templo pagano dedicado al dios Pan da nombre al río y congregaba entonces a multitud de enfermos que buscaban allí, en vano, remedio sus males. Es todavía hoy un bello paisaje, donde las aguas del río descienden escalonadamente, de terraza en terraza. La sacudida de un terremoto asoló el templo y cegó la formidable cueva donde nacía copiosamente el río, de modo que, al quebrantar la plancha roqueña del subsuelo, el agua brota dispersa por mil grietas fresca y limpia.
Es como si las divinas manos hubieran rasgado como papel la antigua idolatría. Uno podría pensar que la relevancia del momento pide un retiro más apartado, reposado y santo, lejos de las viejas oscuridades de la superstición. El hecho lo desmiente, porque la luz se necesita donde, en vez de confesarle luminosamente Mesías e Hijo de Dios, se le desconoce vergonzosa y oscuramente.
Como él, la Iglesia, en busca siempre de las fuentes de la Vida, llama también ahora en la puerta intransigente de los que no saben todavía quién es y dónde está Cristo, con la aldaba de su palabra trascendente, siempre poderosa y nueva.
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