miércoles, 9 de febrero de 2011

¡Somos libres!

Es el grito con que jalea su derecho a seguir siendo cierta emisora católica. Es la exigencia de todo el que ve pisoteada su calidad irrefrenable de hombre en libertad, disminuida por comportamientos discriminatorios.
        Dios hizo elegantemente su obra creadora, privilegiando al hombre. Le dota de inteligencia para que pueda optar responsablemente entre objetivos diversos, y le deja hacer, pero nadie puede devanar indefinidamente el tiempo que se nos da en cupos. Hay un transcurso de imprevisible duración siempre medida. Y agotado ese haz de posibilidades, porque un día el camino toca a su fin, Dios, otra vez, que está siempre como si no estuviera, nos sale de pronto al encuentro. A unos, pasmados, les sorprenderá, a otros no.
La paciencia tiene un eficaz acicate que justifica esa pausa de brazos cruzados en que ella consiste, y que es como el respaldo de una silla incómoda donde se remueve inquieta: la esperanza de algo que merece la pena. Se es paciente cuando hay un motivo proporcionado que incita a esperar. Y sucede que nuestro tiempo corre parejo con la infinita paciencia de Dios. También Dios espera de nosotros algo para él importante: que tarde o temprano volvamos a él. Es el amor al hombre lo que le incita a esperar y a alargarnos, tal vez, sin nosotros saberlo, el espacio de tiempo que se nos da gratuitamente. Y nunca es correcto hacer esperar a nadie. Menos a Dios. Démonos prisa.

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