miércoles, 2 de febrero de 2011

Un charco divino de sangre

Con ocasión de girar una visita en el hospital, he podido recorrer una buena parte del mismo y me he entretenido en hablar con los enfermos cordialmente. Los que sufren gustan de ser escuchados y cuesta poco aplicarles vendaje tan gratuito y a mano. Confesar tristezas es un modo de ponerle grapas a la herida, mientras la hace suya quien se aviene a prestar al paciente un adarme de atención.
Cobramos conciencia del valor que tiene la vida cuando, al detectarnos una enfermedad inquietante, nos sobrecoge el temor a perderla, y si la medicina no corta al punto el curso de su peligrosa evolución, nos acordamos de pronto de que Dios está ahí mismo y lo puede todo, y es cuando la fe, que latía casi apagada en las cenizas dormidas de nuestro brasero interior, vuelve a recobrarse del olvido enrojecido del humano rescoldo.
Paliando arrechuchos o borrando graves dolencias de admirable modo, encendía Jesús en sus discípulos el arrimo de la fe, tan proclive al sueño. Lo hizo siempre entre quienes le buscaron con esperanzado impulso. Y también ahora, al borde de la cama del enfermo, la túnica amable de Jesús roza compasivo las heridas del dolor y atenúa la aspereza de las ruinas de la edad. Él sabe de sí mismo, sabe del dolor, sabe que mientras él moría -no llegaría a verlo entonces-, al pie de la cruz quedó un charco de sangre inmensamente dolorida. De ese charco nace y bebe la cruz.

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