domingo, 24 de noviembre de 2013

Cristo Rey del universo

 Jesús mismo nos aclaró que su Reino no era de este mundo ni era

 comparable a los reinos de los hombres, fundados en el sometimiento. Es un reino de compasiva entrega al otro que nos necesita, y tropieza, por eso, con los prejuicios establecidos de querer verlo todo desde criterios de ley, en vez verlo todo desde criterios de amor. 
Esos prejuicios están tan reciamente arraigados, que hasta quienes lo crucifican,  al verlo ahora sometido y sin fuerzas, se complacen en vilipendiarlo, retándole burlescamente a que demuestre sus poderes reales. ¿Dónde está ahora su Reino? 
Hombre en todo y hombre humilde, nunca quiso aparecer como tal rey y lo evitó cuando lo pretendió la gente, pero no duda en declararse pastor universal de cuantos le necesitan: ese es su reino, por lo que anuncia que  viene a buscar lo que estaba perdido.
Así lo intuye el buen ladrón a quien crucifican junto a Jesús, y le ruega por eso que le reserve un lugar en su Reino, un oportuno reconocimiento que Cristo acoge con solícita prontitud. Es el descubrimiento de la gracia de Dios por quienes, pronto o tarde,  dan con la senda que conduce al territorio secreto de su amor y de su vida.

Reflexión

La Iglesia, al concluir el ciclo litúrgico con que nos ha dictado la enseñanza de Jesús, sus ansias de salvación y los signos de su identidad mesiánica, nos lo muestra ahora como principio y fin de todo, razón de ser de la misma creación, porque todo fue hecho por él y para él, como nos enseña san Pablo. 
Y ahí es donde tiene sentido el atributo de su reinado universal.
El profeta Samuel ungió con el aceite de su cuerno a David, a Jesús le unge como Mesías, el mismo Espíritu de Dios, para que establezca entre los hombres el reinado del amor, de la justicia y de la paz.
Así es cómo en el evangelio se manda buscar a pobres y menesterosos, para que ocupen los asientos del banquete del Hijo del rey, que han dejado vacíos quienes no supieron adivinar su verdadera realidad divina.

Rincón poético

          JUDAS

Tiene el corazón de estaño;
otros dice que de piedra,
y al andar suenan cobardes 
brincando treinta monedas.
Dicen que murió colgado, 
ya de noche, de una higuera
y le picaba en los ojos 
con ahínco una corneja.

Muriese como muriese,
¡pobre de él!, más le valiera
que una rueda de molino
al cuello en el mar le hundiera.
La traición es un puñal
tinto en sangre, porque lleva
dientes de lobo en el filo
y en su alma una noche negra.
Treinta monedas abrasan
la garganta de una hiena.

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