Las bienaventuranzas no son ocho; son más. Lo que ocurre es que Mateo recoge y ordena las suyas desde un común denominador relativo al reino y una estructura en dos partes referidas a un don y una justificación del mismo.
Ya Isabel, con mucha anterioridad a ese discurso, había recibido a María proclamando la reciedumbre y prontitud de su fe:¡Dichosa Tú que has creído! Y entre las que pronuncia Jesús, no es insignificante aquella otra con que replica a un elogio espontáneo de una mujer, corrigiéndola: ¡Dichosos sobre todo los que oyen la palabra de Dios y la cumplen!
Carece ésta de la cuidada formulación en dos partes de las de Mateo, pero no deja de ser una dignísima bienaventuranza. Qué duda cabe que para cumplir la divina voluntad, hay que saber primero qué es lo que Dios quiere de nosotros; por eso es fundamental oír primero su palabra, pero de poco serviría detenerse en tan noble conocimiento previo, si no se aplica uno luego a llevar a cabo lo que Dios espera de nosotros.
Hay que escuchar la voz de Dios en lo hondo de nosotros mismos, cierto, pero lo definitivo es apropiarse de sus deseos, tatuar el alma con ellos, hacerlos nuestros, armonizando fidelísimamente su voluntad con la nuestra.
¡Benditos nosotros si columbramos un día tan logro alto!
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