A un buen pintor le puede acreditar un pequeño bodegón de flores o frutas.
En los talleres clásicos de pintura, diseñar y realizar bodegones pintados del natural, era el procedimiento básico de todo aprendizaje juvenil. Se comprende así que el bodegón fuera considerado como pintura de poca entidad, propia de la dudosa mano del aprendiz. Es Pacheco, el suegro de Velázquez, su discípulo aventajado, quien dice de él que, contra el común sentir, sus bodegones son auténticas obras de arte, que él incluye en obras de más aliento.
Desde entonces, ha habido pintores bodegonistas que han hecho del bodegón su quehacer primordial, como Maléndez.
Traigo aquí a colación un bodegón impresionista de Renoir. Junto a la cuidada composición, el color anaranjado de las cebollas armoniza con los azules y amarillos verdosos del fondo, ese acorde presente en todos sus cuadros, y es fácil percibir en él como un soplo de dulce suavidad casi triste, que hace de la obra un delicioso encanto para los ojos. ¡Y hubo entre sus colegas quien dudó de su maestría!
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