lunes, 18 de octubre de 2010

¡Mi Dios y mi todo!

        Uno podría preguntarse en qué reside el atractivo que ha ejercido siempre el talante franciscano en las gentes, hasta llegarse a decir en siglos pasados que por fraile o por hermano, todo el mundo es franciscano, entendiéndose por hermanos los terciarios, personas seglares que hacen su vida encasa y el trabajo.
La razón estriba en que el buen franciscano resulta popular por pobre, por realizar su labor entre la gente y con la gente, y vivir con la evangélica sencillez que bendecía Jesús en su evangelio. La pobreza y la alegría, ésta sobre todo frente a la adversidad, es el sello que mejor cuadra a su compostura. No es tener lo que importa, sino ser para Dios con los demás, ligero de pertrechos, las más de la veces no precisamente necesarios.
Esos dos frailes al relente del dibujo, arrimados el uno al otro para paliar los rigores del frío, y el gesto expresivo de uno de ellos apuntando a Dios, por quien y con quien todo es posible, lo dice todo. ¡Mi Dios y mi Todo!, era la ferviente y breve oración con que, de rodillas,  rezaba Francisco de Asís, definiendo al paso cuál era su verdadero caudal.

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