No es corriente que, en un amanecer otoñal barrido por un viento arisco que encauza el Guadalaviar, unos girones de nube extendidas hacia el oeste aparezcan enrojecidas, como si de un atardecer se tratase. Los días de viento, eso sí, se anuncian el día anterior con nubes como éstas. No deja de ser bella la estampa de esas nubes, sobre las que los álamos del río se alzan poblados de hoja amarillenta, desnudas ya las copas más altas, un oscuro enrejado vertical de finas ramas muertas.
Para quienes vivimos en las aledaños del río, los álamos nos dicen, como quien pinta el tiempo, las fases estacionales que, en su evolución, van tiñendo el curso del año de coloraciones sucesivas, características de los cambiantes aspectos que cobra el paisaje en sus momentos clave. Y los hay sorprendentes que suscitan la admiración. Como esta rara paleta de tonos calientes, precisamente en el amanecer de un día que no se nos anuncia cálido.
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