Suelo complacerme en contemplar la naturaleza, siempre admirable y aun sorprendente, y de otro modo me admiran también las fotografías de calidad, que no la tienen precisamente porque reflejen cosas admirables, sino porque es admirable el tratamiento que hace el artista de cosas sencillas y desvaloradas, como a veces un árbol viejo y desnudo derribado por el tiempo, la simple sonrisa de un niño de ojos inmensos, un antiguo puente roto, una puerta desvencijada en un rincón cualquiera de un pueblo vacío, el agua que finge flecos de hielo en los labios de una fuente, el rostro avellanado de un viejo entristecido...
Amar las cosas sencillas es síntoma de refinamiento cordial. Aman las cosas sencillas los que aman la claridad y viven contentos con no llamar la atención o con casi nada. Un cristal lleno de huellas y pequeños hoyuelos, esmerilado, difícilmente deja pasar la luz. Amar la sencillez es un modo de verse reflejado en las cosas humildes. Lo complicado, lo confuso, lo intrincado y retorcido carecen de claridad. Por eso mismo, la verdad, como la luz, es sencilla. Una supuesta verdad abstrusa es un borrón. Y el agua, de la que san Francisco decía que es útil y humilde y preciosa y casta. Parangonando al salmo, podemos decir incluso que la sencillez y la elegancia se besan
Jesús elogiaba la predilección de Dios hacia sencillez de la gente llana y la instalaba en el ámbito de la divina sabiduría, por lo que san Francisco hizo de la sencillez el logotipo de su espiritualidad. ¡Bienaventurados los sencillos, porque tienen los ojos limpios y los prefiere Dios!
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