La pobreza es una parte importante de la saludable higiene del alma. La pobreza aligera el peso muerto del hombre, ya que nos descarga de cuanto entorpece nuestros pasos hacia el beneplácito de Dios. Quien se ata a las cosas, en la misma medida se desliga de él.
Los ojos tranquilos del pobre que es Jesús miran con desdén la fealdad de la codicia, que es la forma más extremada del desasosiego por tener siempre más. El codicioso es un coleccionista compulsivo de todo lo que afanosamente anhela alcanzar. No tiene por necesidad; tiene por tener. Nunca satisfecho, es un poseedor irrequieto, esclavo de todo lo que posee, que acaba por poseerle. Es un poseso de cuanto cree poseer.
La codicia llega a ser entonces cepo inclemente que ahoga y atenaza a quien se deja apretar por él. Se convierte en una apetencia vehemente que encierra al codicioso en sí mismo, en el cerco que él mismo se ha ido labrando y lo aparta de todo. De ordinario, el avaricioso es un hombre triste, porque le falta y necesita todo lo que no tiene, que es mucho. Le falta, ante todo, el amor al hombre y el amor de Dios.
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