No es necesario recurrir a proverbios y refranes caseros, cuando la Escritura nos sirve todo un acerbo de máximas que tienen además la autoría de lo alto, como cuando, en el libro de la Sabiduría, alguien declara que prefirió “tenerla a ella más que a la luz, porque la claridad que procede de ella no conoce noche”.
Es un elogio de la sabiduría de quien ha hecho tan excelente elección, dicha además con la elegancia de esa comparación final con el esplendor de la luz.
Está la luz que alumbra el día, la luz de la inteligencia que alumbra nuestros saberes y la luz inmarcesible de los saberes de Dios. La sabiduría divina nos hace partícipes de su luz, mediante el conocimiento de sus misterios. No hay claridad comparable a su esplendor, reflejo de la luz del divino rostro; una luz que no se pone como se pone la luz del sol, porque la claridad que procede de ella no conoce noche”.
La luz es siempre bella. Díganlo el espectáculo espléndido del amanecer y el desbordamiento desfallecido de un ocaso glorioso. La belleza de la luz es ella misma, imponente, fúlgida, esplendorosa. ¿Cómo no lo ha de ser la luz que irradia la sabiduría sobrecogedora de la palabra divina y la presencia de Dios en el corazón de sus misterios?
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