Una enfermedad es un aviso de que el tiempo que dispendias y en el que cabalgamos se tambalea. Cuando sus achaques se instalan en nuestro patio interior, las rosas que son nuestras esperanzas de futuro empiezan a ajarse como quien empalidece, y la angustia amarga nuestras vivencias, incluso a veces con amagos de muerte, ese aldabón pavoroso. Es entonces cuando ponemos en valor nuestra vida, tan maltratada a veces, y nos damos cuenta de que es verdad aquello de que el tiempo es oro, un bien siempre escaso.
Jesús acierta al comparar los dones de que disponemos con valiosas monedas que Dios pone en nuestras manos dadivosamente, para que les demos la máxima rentabilidad.
Quieras que no, hay que acoger esos toques de alarma que es la enfermedad, como reconvención de que el sutil hilo de la vida pende de los dedos de Dios y de que hay que vivir nuestra debilidad apoyados en él, como quien pone un rodrigón a la rama que se dobla vencida por el mismo peso desgastado de la vida. Al fin, él es la vida y nosotros hemos de vivir la nuestra engastada en la suya como en un anillo infinitamente valioso.
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