La verdad absoluta de Dios está muy por encima de cualquier otra verdad, por muy razonable que nos parezca. A los santos, que se han dejado abrillantar por la luz dorada de Dios, les empapa como a nadie la sazón de su divina verdad, por cuanto viven y hacen suya la palabra de Cristo. La verdad no sólo les hace libres; les hace verdaderos. Es lo que explica que los santos tengan toda la razón. Lo establece de manera implícita y proverbial la gente, cuando, al subrayar la evidencia de un alegato, afirma de su autor que tiene más razón que un santo, lo que da por sabido, como referencia indubitable, que a los santos les asiste siempre toda la razón.
Es razonable que san Pablo, acosado por los cuatro costados, clavase su debilidad en la cruz de Cristo; es razonable que el autor del Apocalipsis reuniera en torno al charco salvífico de la sangre de Cristo el blanco ejército de los mártires; es razonable que san Agustín no diera con Jesús mientras lo buscaba en la falsa ceniza de la filosofía pagana; es razonable que san Buenaventura, aliado de la pobreza de Francisco, empleara una buena porción de su tiempo en escribir una Apología en defensa de los pobres; es razonable que santa Teresa se sintiera cerca de Dios, incluso mientras fregaba hacendosamente el hollín de la sartén; es razonable que la Madre Teresa quemara toda una vida para calentar las manos vacías de los desvalidos; es razonable que Juan XXIII se saltase los límites vaticanos para estar con los que, a la sombra del olvido, quizás ni supieran dónde estaba el Vaticano; es razonable que a los santos se les reconozca como espejo y encarnación de la verdad, raíz de todo raciocinio.
Creo no exagerar si digo hoy de mí que, al menos en esto que escribo, tengo más razón que un santo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario