Jesús es un hombre bien dotado e inteligente, porque discierne con nitidez lo que la mente adquiere por propia experiencia de lo que creemos o no al margen de toda experiencia, fundados en el testimonio ajeno. Es así cómo percibimos el mundo que nos rodea por medio de los sentidos, y con los datos percibidos, ordenamos nuestros conocimientos dándoles sentido, que es lo que constituye el acerbo de nuestros saberes. “Hablamos de lo que sabemos, dice Jesús, testimoniamos lo que hemos visto”. Pero de aquello que queda más allá de toda posible verificación, ¿qué es lo que podemos decir?
Afortunadamente, Jesús nos sirve en bandeja la verdades del Padre, más allá del horizonte de nuestra experiencia, lidiando incluso contra la terca ceguera de sus oyentes más refractarios y renuentes:
-Si no creéis cuando os hablo de lo que percibís por vuestros sentidos, ¿cómo podréis creer las verdades que os revelo, que son verdades trascedentes caídas de las manos de Dios?
Hace falta esa fina intuición que nos presta el Espíritu, para percibir las divinas insinuaciones que orientan nuestra fe. Y entonce sí, entonces entendemos mejor la bondad del mundo que hizo y referimos a la mano alfarera de Dios, y nos complace comprender la locura de su desmedido amor al hombre, ese don de sí que constituye la primera verdad de nuestra fe. Nuestra cultura tiene esas dos vertientes; la de las cosas que nos circunstancian y la más luminosa de Dios.
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