Acabo de leer un proverbio que tiene la gracia de ese juego verbal que es el retruécano: Es una locura amar, a menos que se ame con locura.
Los poetas de los siglos clásicos se complacían en escribir a lo divino, desde fórmulas de amor a lo profano que reciclaban espiritualmente. De semejante manera, un refrán de corte e intención más bien profana, no excluye nobles opciones de versión a lo divino, porque sucede que Dios nos amó con locura hasta entregar su Hijo al hombre como cordero sacrificial. No hay aventura mayor ni amor más enloquecido.
Podemos concluir sin más que el amor de Dios al hombre es un amor proverbial.
No sólo Dios, que dejó tras de sí una galería de sublimes aventureros, imitadores del amor extremo de Jesús, desde la Magdalena, la que besa los pies de Jesús y enjuga el perfume que derrama en ellos con su cabellera, san Agustín, que fue libando afanes de flor en flor, como un colibrí, hasta dar con la dulzura suprema de Dios, san Francisco, aquel que llamaba hermanas a criaturas todas, incluida la muerte, santa Teresa, que incluso entre los pucheros intuía la presencia de Dios...
La locura, cuando expresa tan nobles sentimientos, es altamente contagiosa.
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