Vivimos momentos en que nos entristece compartir espacios donde parece que campa la incredulidad. Y no es así. Cuando los hombres no creen en Dios, no es que no crean en nada, es que lo creen todo, porque el mundo se les llena de interrogantes cuyos huecos hay que llenar de algún modo a base de suposiciones, que acaban por constituir todo un credo de presuntas certezas que no lo son.
El hecho innegable es que entre creer o no creer, lo difícil es esto último. Creer es una necesidad implícita en la misma condición humana. Y cuando se aparta a Dios de las propias creencias, elevamos a sagrada categoría de dioses nuestras mismas apetencias obsesivas. Así es como el nacionalista acérrimo, por ejemplo, falto de verdaderas convicciones, inventa su propia historia para borrar la verdadera que no le cuadra, y con los ojos tapados concluye creyendo en ella a pie juntillas. No me digas que ese tal no cree.
Que Dios nos dé una pizca de sensatez y humildad, que nos ilumine para descubrir la verdad allí donde brille serena, y nos abra los ojos a la luz de sus misterios.
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