Ahí es nada. 135 millones de larguísimos años, toda una eternidad vertida a cifras temporales, siglo arriba siglo abajo. Una minucia. Y es que el cretácico turolense es rico en sorpresas. Es lo que explica que los yacimientos que investigan la localización de nuevos ejemplares fósiles con que se va amueblando la ciencia, van aumentando en importancia y número. La novedad de los hallazgos justifica tan apasionante incursión investigadora por el pasado.
Ahora es un ejemplar vegetal de hoja redonda y chiquita, perteneciente a una familia de plantas que todos hemos admirado a ras de agua en un estanque, los nenúfares, esos vegetales flotantes de hoja lustrosamente verde, como esmeraldas, que florecen a flor de agua.
El ejemplar aparecido en Plou (Teruel) reverdecía hace 135 millones de interminables años en cualquier piélago de agua, y a uno le da vértigo asomarse a ese abismo insondable de incontable tiempo. El caso es que su terca huella perdura para nuestro asombro y podemos reconstruir mentalmente su antiquísima presencia, a poco que encendamos un poco la imaginación.
Los fósiles son las huellas dactilares de tan remota existencia, cuando la tierra vivía desmesuradamente y a lo loco el desarrollo espectacular de la vida.
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