Hay que ser muy humilde, que es tanto como ser muy sencillo y dado a verse uno a sí mismo con objetiva y sincera mirada, para no dejarse llevar por los halagos zalameros y la lisonja, tan subrepticia y embutida de redomada falsedad, con que nos tienta la babosa memez del orgullo.
El diablo, viejo sabio, doctor emérito en toda suerte de perversidades y malicias, al que no se le ocultan las agrietadas debilidades de nuestra arcilla humana, conoce muy bien el arte maldito de hechizar los ojos de nuestra presunción, mediante el almíbar de la adulación: - Si eres el Hijo del hombre, di a estas piedras que se conviertan en pan.
La situación es propicia: Jesús está hambriento y no hay pan en el desierto al echar mano. Quiero pensar que Jesús, precavido, evitó mirar las ascuas rojas de aquellos ojos envueltos en una depravada sonrisa, y displicentemente, mirando al cielo, pronunció aquellas desdeñosas palabras: -No sólo de pan vive el hombre.
No sólo de pan. Hay otra harina aún más blanca con que Jesús amasa la densidad nutritiva de su palabra luminosa y el alimento que llena de Dios el corazón del hombre. Él vio a María masar el pan de cada día y aprendió a amasar el pan nuestro de su propio cuerpo. ¡Alabado sea Dios!
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