Una de las frases más expresivas de Jesús en su evangelio es esta de que no hay que echar vino nuevo en odres viejos, que reventarían.
Los odres y el vino viejos son una metáfora de la antigua alianza; los odres y el vino nuevo, la que adviene con Jesús y sella para siempre al amanecer de un pueblo también nuevo. Desde él, las viejas disposiciones pierden su tradicional vigencia, relevadas por otras definitivas, y hay que trazar una línea divisoria que delimite uno y otro compromiso, de modo que no se solapen ni entreveren confusamente.
Desde el recinto hermético del antiguo pacto, no era fácil atisbar la verdad de Jesús ni entender la novedad de su mensaje, de modo que al pretender catalogarlo como el profeta prodigioso que era, el judío se esfuerza en vano en asimilarlo, en encarnarlo en alguno de los antiguos profetas redivivo, a fin de reducirlo a su entorno exclusivo y hacerlo suyo, integrándolo así en su alianza mosaica, sin adivinar que Jesús es más de Moisés.
Demuestra aquí Jesús tener ideas muy claras de los contenidos de su obra salvadora, y para su expresión, hace un uso muy constructivo e inteligente del lenguaje. Difícilmente se expondría mejor de otra manera la necesaria discriminación entre una y otra alianza y el relevo insalvable de una por otra, cuya celebración, dice él, requiere alegría desbordante y exultante vino de bodas.
Mucho me temo que sus discípulos, testigos de su obra, no se percataron nunca de lo afortunados que fueron.
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