Llueve torrencialmente y el agua corre por el parabrisas del coche improvisando dudosos caminos irregulares, como quien baja a tientas pendiente abajo. Es el aire que choca contra el cristal el causante de ese titubeo azaroso. Y hay que poner en marcha el limpiaparabrisas, que aparte el agua a ambos lados del frontal del coche, deslizándose con ritmo cadencioso, para devolverle al cristal su nitidez y transparencia.
Algo así es lo que viene a sucederle al hombre pesaroso de sí mismo, cuando, como a Magdalena, el callado llanto del arrepentimiento vela los ojos de su propia humillación. Herido en lo hondo por la divina gracia, el perdón de Dios pasará su compasiva mano sobre la frente, hasta devolverle la luz y la paz a la conciencia.
Si es así, por gracia de Dios, que llueva, que llueva.
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