Moisés dice que la palabra preceptiva de Dios la tenemos ahí mismo, que la llevamos inscrita en el corazón y en la misma boca, y nos insta, por eso, a escuchar su voz. Una voz tonante y poderosa que, como un hacha tajante, descuaja los cedros y descorteza los árboles más recios y añosos, que dice el salmo.
El término verbal escuchar es como un aldabón reiterativo, un pertinaz martillo de yunque que no deja de resonar en la amplitud infinita del pecho de Dios que es su Escritura, y es que Dios no cesa de hablar al corazón del hombre.
Son dos las actitudes, igualmente remisas, que adopta el hombre al disponerse a la escucha de Dios: la de los ciegos, que no disciernen su presencia, y la de los sordos, que no perciben su voz clara y distinta entre tantas otras oscuras. Los unos no quieren o se resisten a creer; los otros desisten de escuchar. Creer comporta un compromiso consecuente, lo que resulta incómodo; escuchar entraña abocarse a creer, y tenemos las mismas.
Nada entonces les dice ni siquiera les insinúa apenas la palabra de Dios, toda vez que la palabra está viva en la medida que la vive el hombre haciéndola suya, y para Dios es como si ellos ya estuvieran muertos; es la opción que han preferido tomar.
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