El amor a la verdad acaba siempre en amor a Dios.
Hay que sembrar verdades de todo tipo en esta cultura de nuestros pecados, tan vapuleada por los intereses malsanos de quienes sienten alergia a la verdad y hallan rentabilidad en la mentira. El amor a la verdad es la nobleza de la mente. La verdad, como el bien, es bella. Y quien admira la belleza, admira la verdad.
Si alguien lo duda y quiere valorarla en su justa medida, no tiene más que ponderar la perversa fealdad de sus antónimos como el fraude, el enredo, el embrollo, el engaño, la falsedad. Es la prueba del nueve.
Jesús reprobaba por eso la hipocresía casi obsesionado. Él era la caja de caudales de las verdades del Padre, y la mentira le desasosegaba. Lo repito: la verdad no sólo es útil; es bella, es buena, es agradable, es gozosa. Es comprensible entonces que el amor a la verdad acabe siempre en amor de Dios.
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