martes, 22 de noviembre de 2011

Discurso escatológico

Comienza hoy el discurso sobre las señales del fin de todo, simbolizado en el fin de Jerusalén. Ese acontecimiento final en que Jesús está pensando, nos dispone a interpretar otros acontecimientos de la historia universal. Los discípulos admiran la belleza y monumentalidad del Templo, y les sorprende que Jesús les anuncie su desaparición. El templo, orgullo de todos los judíos, ni siquiera estaba aún acabado del todo. Se comenzó su construcción 19 años antes de nacer Jesús; se emplearon en él materiales escogidos, como metales y maderas preciosas, mármoles, tapices, artesonados esculpidos y enormes piedras que le dotaban de una singular solidez. Su construcción había concitado a los mejores artistas del imperio. En el lugar de ese templo ya hubo otro, el de Salomón que Nabucodonosor destruye, y luego el de Zorobabel, al que sucede el de Herodes el Grande, y que será destruido también, como anticipa Jesús, el año 70, por Tito. Jesús intenta aquí que los suyos aprendan a no fiar en la supuesta fortaleza de las cosas de este mundo. Pero más que sobre la fragilidad, en general, conviene meditar sobre la fragilidad concreta de lo que a nosotros nos atañe y tenemos más a mano: la brevedad de la belleza, de la juventud, de la vida.

Reflexión: Los ruidos de la calle

Soy adicto al silencio, que me permite concentrarme cuando lo necesito o meditar, a su tiempo. Lo digo, porque a ciertas horas del día, horas punta que dicen, el tráfico de coches que regresan a la población o salen de ella, se traduce en un fragor horrísono y motorizado que no admite pausas. No basta cerrar la ventana a cal y canto, por más que aguata un tanto el apagado fragor. El ruido se insinúa por intersticios y cristales como un fantasma transmutado en ruido. Hay soluciones, ¡claro que las hay!, pero la economía endeble y anoréxica que nos tunde a sustos cada día, no admite gastos prescindibles. Es como cruzar un campo y empaparse bajo la lluvia porque el paraguas no se abre. En el paraíso no había ruidos. El ruido lo inventó, a gritos, la sangre conculcada de Abel.

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